Por: Salud Hernández-Mora Tomado de El Tiempo.com
Rosi quiere recuperar su vida, y ni la guerrilla ni la incomprensión se lo impedirán.
Rosi siente que no aguanta más. La cerrazón de los guerrilleros, la indolencia del Estado, la avaricia de unos, la indiferencia de muchos, su lucha solitaria en todos los frentes. Querrían verla llorar desconsolada, morir en vida aguardando la llegada del rehén, sucumbir a la tristeza infinita.
Ha esperado cuatro años y dos meses, los mejores de su tercera década de existencia, a que liberen a su marido y se ha dicho: no más, suficiente, voy a vivir.
Lo dice duro pero aún sus pasos son inciertos. Tiene la impresión de que le reprochan todo y nada, no sabe bien qué, tal vez ser ella misma, una mujer diferente a la que presenció, horrorizada, cómo un grupo de hombres armados le arrebataban al marido hace una eternidad. La de hoy se ha recubierto de dureza y desconfianza, de rabias, pero también de ganas de ser algo más que un muerto viviente. Es como si su mundo olvidara sus noches de insomnio, los días amargos, los esfuerzos por mantener el barco a flote, el deterioro de su salud, su aprendizaje para transformarse en mujer independiente, solitaria.
Dos hijos del marido, habidos en uniones anteriores, ignorando sus padecimientos, su lucha diaria, le colocaron sendas demandas judiciales. El mayor le exige que reporte su gestión al frente de los bienes del cautivo; el segundo, residente en el exterior con su mamá y el esposo de esta, quiere saciar su inagotable apetito de caprichos de adolescente, amén de la cuota alimenticia mensual que Rosi no ha dejado de atender.
Ninguno pregunta cómo pueden ayudar, cómo lograr que no todo se hunda, con todo el mundo aprovechando la ausencia para caer encima como aves de rapiña.
Con el Estado también peleó y al menos le ganó una partida. Con la intervención de Harrison Velásquez, un joven y excelente abogado que ha llevado los casos de otros familiares de secuestrados, logró que le congelaran los impuestos del negocio hasta un año después de la liberación, el día que se produzca. No es la panacea, pero sí un respiro.
De la guerrilla, para qué hablar. Hasta ahora les han robado 1.530 días de sus vidas y los han cambiado a los dos, de una manera que Rosi teme que no puedan reconocerse. Muchas veces se pregunta qué marido le devolverán, si es que sale algún día, si podrán recuperar su relación, si creerá que ella no hace lo suficiente para que lo dejen libre y prefiere, como creen algunos, que se pudra en la selva.
Le da infinita ira pensar que si la guerrilla fuera razonable, si quisiera, ya estaría de vuelta, pero es imposible adivinar su estrategia del miedo. Hace tres años les entregó la cantidad convenida y las Farc no lo soltaron.
A esa primera frustración siguieron llamadas, exigencias absurdas, amenazas, intimidaciones. Ella las sorteó como pudo, sintiendo el respaldo de los amigos, de la familia. Pero el tiempo pasa y todos se fueron cansando. Primero los amigos, luego los hermanos. No es que no la quieran, es que gastaron las palabras de ánimo, los abrazos, la compañía y ya casi ni preguntan.
Cada viernes acudía sin falta a grabar mensajes de aliento en el programa de la Fundación País Libre y la Radiodifusora Nacional para secuestrados. Pero cerraron la emisora y desapareció el espacio. Le desmoralizó la indolencia del Estado, de sus compatriotas, y le pareció aún más duro seguir en la lucha. Ahora le manda de vez en cuando un mensaje por Caracol, solo de vez en cuando.
Es consciente de que más de un lector la tachará de egoísta, impaciente, desleal. Le da igual. Quiere recuperar su vida y ni la guerrilla ni una sociedad que ni le importa ni comprende la agonía del que espera se lo van a impedir.