domingo, julio 17

Nadaísmo, 50 años de un sacrilegio

Se cumplen 50 años de la entrada en "sociedad" de Gonzalo Arango y sus nadaístas. Lo hicieron con una herejía. El escándalo fue general y el grupo se llenó de fieles de la nada.

Nadaísmo, 50 años de un sacrilegio

José Guillermo Palacio  el colombiano.com | Medellín | Publicado el 17 de julio de 2011
En sus comienzos, la vida para los nadaístas era apenas una ilusión y Gonzalo Arango su profeta. En esa orilla de sus sueños el movimiento tuvo personería con el Manifiesto Nadaísta, que convocaba a los jóvenes a la haraganería. Falto de publicidad, precisaba de un acto, casi sagrado, que lo potenciara social e históricamente y nada más perfecto para salir del anonimato que ser protagonista de un sacrilegio en una sociedad católica, apostólica y romana.

La historia labra los caminos y cada hombre escoge el suyo. A la medianoche del sábado 9 de julio de 1961 (se cumplen 50 años del escándalo que sacudió a la ciudad) creyentes y profanos acudieron a un mismo acto a la Catedral Basílica Metropolitana de Medellín.

Los católicos, representados por lo más selecto de la sociedad, ocuparon puestos de honor en la nave central de la Catedral para clausurar la Gran Misión, que congregó a Antioquia toda.

Fueron 30 días de oraciones, penitencias, ayunos, recogimientos, sacrificios, misas campales, vía crucis, rosarios de aurora y horas santas.

El máximo exponente de la Gran Misión fue el Nuncio de su Santidad, el excelentísimo señor José Paupini, quien en los actos masivos, impresionado por el fervor paisa, gritaba vivas al Papa y cantaba algo que se sabía del Himno Antioqueño. La multitud impresionada respondía con vivas al cielo, a Dios y a sus representantes.

En la Catedral, camuflados entre los creyentes, los confabuladores nadaístas acechaban y armaban su trama. Como judas, sabían que tenían el camino marcado, recibieron la hostia en sus labios y luego cometieron la infamia: la escupieron, la cogieron con sus manos sucias, la guardaron en sus bolsillos para actos peores y uno de ellos la pisó.

El horror en el templo fue general. Los cristianos respondieron airados y en plena Catedral no faltaron las navajas y el filo amenazante de los cuchillos de cocina. Los nadaístas tenían sellado el fin de sus días aquella noche, pero Dios fue grande con ellos.

Monseñor Tulio Botero, arzobispo de Medellín, les arrebató a la turba a dos de ellos cuando estaba a punto de lincharlos; la Policía, que también fue golpeada, salvó a dos más del sacrificio en pleno templo. Al quinto lo salvó Dios en persona y hasta hoy no se sabe cómo salió vivo.

El nadaísmo que no tenía principio ni fin, la nada ni empieza ni acaba, por fin logró el reconocimiento social que necesitaba. Sus discípulos y seguidores se multiplicaron con delegaciones de lo más "réprobo" de la sociedad.

Los más convencidos creyeron el cuento sin digerirlo y se suicidaron, pues en este mundo no había nada qué hacer, distinto a fornicar en burdeles, debajo de las lámparas del alumbrado público y en los cementerios para no dejar en paz a las almas; esperar el fin del mundo, consumir naturaleza alucinante, quemar libros, beber trago mezclado para desafiar resacas de miedo y practicar la filosofía del vivo para vivir de los demás.

El profeta Gonzalo se sumergió en un mundo entre la santidad y la locura; mostrando una rosada ola de maldad que no tenía; moviéndose sin ninguna dirección para huir de sí mismo, conspirando a favor del hampa, invocando el regreso de Atila, Nerón, Judas y todos los asesinos de la historia y desafiando a rusos y americanos para que dejaran su cobardía y tiraran la bomba atómica.

En esas y muchas otras andaba el poeta de Andes cuando, en un cruce de destinos, encontró a una mujer con sus brazos cargados de palomas de amor blanco. Sin escrúpulo abandonó la lectura, a los nadaístas y dejó al mismísimo nadaísmo tirado en la mitad de la nada. Se dedicó a ser lo que siempre soñó: un amante del amor, de las enseñanzas de Cristo y a pastorear el mundo con su amada Angelita.

Muy enamorado andaba cuando lo sorprendió la muerte como nació y vivió: atropellado.

El suceso ocurrió en 1976. El poeta viajaba a Bogotá como pasajero de un viejo taxi. El choque fue de frente y contra las latas de un vetusto camión.

Medio país descansó con su deceso, mientras cientos de seguidores quemaron incienso y mirra; practicaron el sexo y fumaron la pipa extraña para tributarle su adiós.

En una sociedad donde lo único que ni la justicia ni nadie cree es la verdad, sus seguidores glorificaron su muerte. Quisieron llevarlo hasta la cruz para elevarlo a la categoría de redentor, pero sus discípulos ateos consideraron que no daba para tanto y, en una decisión final, los pablos convencieron a los judas y lo elevaron a mito del automovilismo.

Como el accidente fue cerca al autódromo de Tocancipá, se patentó que Gonzalo había muerto en una carrera automovilística cuando su bólido, a una velocidad jamás alcanzada, se salió del circuito y quedó anclado en la vía láctea.

Por los hechos de la Catedral, toda la responsabilidad cayó sobre Gonzalo, pero él siempre lo negó y dijo que jamás autorizó el sacrilegio. Uno tras otro, sus discípulos fueron muriendo en el olvido social. Del único que hay certificado de defunción real, muerto como nadaísta, fue Darío Lemús.

Murió en manos de un chamán en Bello, quien le creyó que toda su historia pasada fue real y lo alimentó hasta el último segundo. Lemus llegó al cementerio sin una pierna que se le gangrenó. Dicen que él contaba que el mal empezó la medianoche que pisó la hostia.

A otros nadaístas los graduaron de poetas y profesores universitarios, otro con gran reconocimiento social cambió de mundo y de trinchera y se convirtió al uribismo.

Hoy seguramente ni la Iglesia recuerda aquel sacrilegio que sacudió a Medellín hace 50 años. Gonzalo Arango descansa en paz.